jueves, 21 de julio de 2016

La cucaña: El marqués de Sade describe una práctica populista

El carnaval comenzó con el espectáculo de una cucaña, que es lo más bárbaro que se pueda imaginar en el mundo. Sobre un gran estrado decorado con rústicos adornos se coloca una cucaña con una prodigiosa cantidad de viandas dispuestas de tal modo que forman parte de la decoración. Son gansos, gallinas y pavos sacrificados de forma inhumana, que, estando aún vivos, son colgados de dos o tres clavos y cuyos movimientos convulsivos divierten al pueblo hasta el momento en que se le permite abalanzarse sobre este botín. Panes, merluzas, trozos de buey, corderos paciendo, en una parte de la decoración que representa un campo guardado por unos hombres de cartón bien vestidos […] Tal es el cebo, a veces realizado con bastante gusto, que se le prepara a este pueblo salvaje para excitar, o más bien perpetuar, su voracidad y su amor al pillaje. […]

El día de la víspera, una vez está lista la decoración, se muestra al público, vigilada por un piquete de soldados, y toda la ciudad acude a examinarla atentamente. A menudo resulta tan fuerte la tentación que el pueblo fuerza la vigilancia y saquea la cucaña antes del día previsto para que sea sacrificada. Si espera al día siguiente, dos horas antes del mediodía, que es la hora señalada para poder lanzarse sobre la cucaña, la plaza es ocupada por una treintena de piquetes de granaderos y algunos destacamentos de caballería encargados de contener a un populacho al que se va a dar la más horrible lección de desorden.
A mediodía exactamente, estando todo el pueblo en la plaza, toda la ciudad en las ventanas, y a menudo el mismo rey en un balcón de su palacio delante del cual está situada la plaza, se escucha un cañonazo. Esta espantosa escena, que me hizo pensar la primera vez que la vi en una jauría de perros disputándose los restos de una cacería, a veces termina trágicamente. Y es que, para apoderarse de un ganso o de un cuarto de buey, los rivales ponen en juego su vida. Yo mismo fui testigo de un horror de este género que me erizó los cabellos. Dos hombres arremetieron uno contra otro por la mitad de una vaca: reconozco que el motivo de la pelea valía la pena. Enseguida sacaron los cuchillos en la mano. En Nápoles y en Roma esa es la única respuesta a una discusión. Uno de los dos cae bañado en su propia sangre. Pero el vencedor no disfruta mucho tiempo de su victoria. Los escalones por los que sube para ir a recoger el botín ceden bajo sus pies. Cubierto por su mitad de la vaca, cae a su vez sobre el cadáver de su rival. Animal, herido y muerto se confunden en una masa, que es lo único que se ve cuando, aprovechando la desgracia de los dos vencidos, nuevos competidores acuden al instante para separar el montón de carne de los cadáveres bajo los que estaba aplastado y se lo llevan triunfalmente, con la sangre de sus rivales aún goteando.

El número de los asaltantes suele ser de cuatro o cinco mil lazzaroni: así es como llaman en Nápoles a la parte más baja y brutal del pueblo. Bastan ocho minutos para la destrucción total del edificio; y siete u ocho muertos y una veintena de heridos, muchos de los cuales mueren después, es ordinariamente el número de héroes que la victoria deja en el campo de batalla. Sólo he encontrado que le faltara una cosa al sublime horror de este espectáculo: no dejar los muertos y heridos  a la vista de todo el mundo, tendidos sobre los restos de la decoración. Este episodio sería heroico y es demasiado digno del carácter de este país para que no tengamos algún día la satisfacción de ver aumentar la magnificencia de este refinado espectáculo.
Normalmente se organizan cuatro o cinco cucañas durante el carnaval: todo depende de la duración que este tenga. En los grandes acontecimientos se repite. Los partos de la reina son una época en la que no hay que dejar de saquear y de matarse unos a otros para expresar alegría. Estas fiestas las da el rey, pero es el público el que las paga, ya que, durante ese tiempo, los carniceros que proporcionan los víveres tienen derecho a ponerles a sus artículos el precio que quieran sin que la policía intervenga para reprimir sus abusos. 

Si se puede juzgar a un país por sus gustos, por sus fiestas, por sus diversiones, ¿qué opinión cabe tener de un pueblo al que le hacen falta tales infamias? En Nápoles se asegura que el rey, que naturalmente teme a su pueblo porque se da cuenta de que el espíritu tumultuoso de este pesa más en la balanza que la debilidad de su gobierno, se cree obligado a dar estas fiestas. Le han hecho creer que si las aboliera habría una revolución, y es lo que teme. Para juzgar su poder, su fuerza y su espíritu, baste saber que si le dijeran que el pueblo se propone saquear su palacio, se retiraría para dejarle hacerlo.